I
Increíble, puedo verlo, sentirlo, es como si
estuviera allí. Marte, ese planeta tan cercano a nosotros, al que ya han ido
los estadounidenses a investigar, como si esperasen encontrar un marcianito con
una bandeja con pastelitos a darles la bienvenida. Pero espera, céntrate Sofía,
que vas de camino a Marte. Sí, aunque os parezca imposible, estamos en el 2050
y ya se puede viajar, por placer, a Marte. Os preguntaréis por qué os
especifico la fecha, porque estoy convencida que igual que podemos viajar a otros
planetas, algún día alguien leerá esto y sí, como en Regreso al Futuro, quiero
adelantar qué cosas sucederán.
Ay, esperad, ya estoy notando las vibraciones y creo
que comenzamos a aterrizar. Con tristeza, ay, espera… qué pasa…
Poco a poco, abro los ojos ligeramente, y me doy
cuenta que estoy en el avión. Sí, para mi desilusión, todo ha sido un sueño. Me
cachis, con lo interesante que se veía esa historia –pienso mientras muevo la
cabeza con frustración-. Creo que debería anotar esas ideas, nunca se sabe si
me servirán para futuras historias –murmullo entre dientes mientras la azafata
me indica que me ponga el cinturón de seguridad pues ya vamos a aterrizar-.
Esperad, que maleducada, no me he presentado. Mi
nombre es Sofía González, periodista desde que tengo uso de razón (siempre me
interesó todo aquello que tuviera que descubrirse y como no, darle ese toque
extravagante para atraer a los demás) y estoy en un avión, directo a los EEUU
por motivos de trabajo. Quiero añadir que, soy una fanática de las historias
fantásticas y mientras más intrigante sea la situación que rodea a los hechos,
más me fascinan. Pero en este caso, me encuentro aquí porque a mi jefe se le ha
ocurrido la brillante idea de que me traslade a los EEUU a buscar una mina de
oro, que traducido a su lenguaje es encontrar historias y hechos paranormales.
Sí, no os conté, que trabajo, para una revista local, sobre hechos
paranormales.
Sinceramente, creo que debería dedicarme a escribir
novelas de fantasía o de mundos extraños, supongo que no tendría que viajar
tanto ni me mirarían tan raro cuando digo a qué me dedico, pero….
- ¿Qué
estás diciendo Sofía? – levanto la voz, esta vez, provocando la mirada furiosa
de mi compañero de viaje, un anciano con cara de pocos amigos (imagino que
estar más de 10 horas en un avión no debe ser motivo de alegría para una
persona que tiene problemas de circulación, habré visto al pobre levantarse por
lo menos veinte veces en todo el trayecto).
Volviendo a la realidad, salgo de mis pensamientos,
rezo dos Padres Nuestros mientras aterrizamos, y cuando veo que estamos en
tierra, suspiro y me levanto para salir del avión e ir por las maletas.
Una vez he solventado todos los pormenores de
papeleo del Aeropuerto en New York, me dirijo a la estación de taxis para que
me lleven al hotel. Estoy agotada y es de madrugada, tomaré algo antes de
dormir y mañana será otro día. Realmente esto de los aviones es agotador.
**
Está amaneciendo y aún con los ojos entrecerrados
puedo escuchar el ruido proveniente de la calle. Realmente Justo Pérez, mi
jefe, podría haber sido un poco más espléndido en el hotel que ha elegido para
que me hospede. Sinceramente no sé cuánto le habrá salido la estancia, pero no
ha podido ser más incómoda. Seguramente no entendáis nada, así que os contaré
todo desde el principio.
Cuando anoche el taxi me dejó delante del hotel en
el barrio de West Bronx, separado del área de Manhattan, pensé que era una
broma. No podía creérmelo, mi jefe pretenderá que yo pueda concentrarme en un
lugar así. Y solo era la impresión desde afuera, no quería ni imaginar cómo
sería por dentro. Era un lugar mediocre, la fachada del hotel ya de por sí
necesitaba una buena mano de pintura, por no decir del cartel donde se
vislumbraba a duras penas HOTEL. No os digo como se llama el hotel porque no se
veía, así de simple. Cuando entré en el hall de aquel lugar, si se puede llamar
así, me atendió un hombre de unos cuarenta y pocos años, muy pulcro eso sí,
pero creo que era de un lugar de Egipto y su inglés no es que fuese inexistente,
pero casi; y de español ya ni hablemos, así que como os imaginaréis fue un poco
complicado entendernos.
-
Me
pregunto cómo harán para entenderse con los demás clientes, porque sin dominio
del inglés es complicado en New York, en serio, ¡¿¿Justo, en qué estabas
pensando al mandarme a un lugar así??! Al menos, espero que haya alguien que
hable algo mejor, porque si no, creo que buscaré otro lugar y que lo pague el
periódico; total estoy haciendo un servicio por el beneficio de la empresa
–sonrío con malicia-.
Prosigo, porque cómo habréis comprobado tengo más
cuerda que una persiana y cuando empiezo a hablar, no paro. Así que, ¿por dónde
íbamos? Ah, sí, por el hotel y su “fantástica habitación”. Como decía, la
primera impresión no fue precisamente buena, porque el hecho de no poder
comunicarte apenas por el servicio del lugar donde te hospedas, no es algo
agradable ni mucho menos cómodo. No obstante, continúo. De una pequeña
habitación al lado de recepción, apareció una pequeña mujer, de unos cincuenta
años con el pelo canoso, algo más desaliñada que el recepcionista, pero al
menos con un inglés decente, lo que me resultó esperanzador ya que podría tener
una conversación entendible en el caso que fuera necesario. La seguí, como me
indicó con un gesto, y con maleta en mano, subí los dos pisos de escaleras que
tenía. Cuando pensé que no llegaría viva a la habitación, aquella mujer me
indicó que mi habitación se encontraba al final del pasillo de esa planta.
-
¡Vi
la luz!, aunque suene paradójico y muy
conveniente, proviniendo de una periodista de “sucesos paranormales”, pero fue
así. Es como si os calzáis zapatos dos números inferiores al vuestro, el hecho
de descalzaros es gratificante hasta un punto que ni imagináis. Pues eso me
ocurrió cuando entré en la habitación, y pude soltar la maleta encima de la
cama.
Pero mi andadura no terminó ahí, como no había
comido nada y eran las 2 a.m. hora local, como de hecho podéis pensar, tenía el
estómago difícil de domar, así que le pedí amablemente a aquella mujer, si
podría traerme algo de comer, aunque fuese una simple tostada. Me dijo que
aquellas no eran horas de comer, pero como vislumbró mi cara de perrito
apaleado, que suelo usar cuando quiero conseguir algo, al final cedió y mi
estómago se lo agradeció enormemente.
Una vez cené algo, me puse a pasear por aquella
habitación, que no era mucho mejor que la fachada de aquel hotel. Al menos
tenía un baño propio, pero no resultaba muy higiénico y mucho menos beneficioso
para la publicidad del hotel, ver manchas en ciertas partes de la ducha, así
que como soy previsora, y conozco a Don Justo Pérez, traje unas zapatillas de
playa y me duché en la bañera con ellas puestas. Nunca se sabe que puedes
pillar en ciertos sitios.
Como dije, el baño era aceptable desde un nivel
mediocre, pero la habitación no era gran cosa. Tenía papel pintado en las
paredes, con unas flores grandes y casi sin color, de lo viejo que era el lugar,
un aire muy típico a la casa de las abuelas con ese toque inglés. Una cama que
si me descuidaba me caería por cualquiera de los lados de lo diminuta que era,
pero parecía que las sábanas estaban limpias. Un alivio sinceramente.
En una esquina de la habitación, había un pequeño
mueble o armario donde acomodé mis cosas personales, después de haber
investigado con ahínco que no hubiera bichos indeseables. Y tras todo esto, me
dispuse a dormir o al menos intentarlo. Sin embargo, cuando me acomodé y tomé una
postura que pensé cómoda, empezó la segunda tanda de inconvenientes. El ruido.
Era increíble como aún en las afueras de Manhattan, pudiese escucharse tanto
ruido de vehículos y lugares de ocio, ¡pensaba que me volvería loca!
Pero aquí estamos, son las 6 a.m. y aunque no os lo
creáis, pude dormir. ¡Bravo! Un aplauso para mis neuronas, que son capaces de
dormir en los lugares más insospechados. No obstante, cuatro horas no sé si se
considera dormir, pero al menos pude descansar y estirar el cuerpo de todo el
trayecto del avión, casi siempre sentada.
-
Y
como dicen los neoyorquinos, ¡a levantarse que es hora de trabajar!
Una vez he desayunado y he sido amable con los
anfitriones del lugar, guardo bajo candado todas las cosas personales que puse
en el armario de la habitación, y lo que voy a usar en mi trabajo de
investigación lo pongo en una mochila. Ahí van: el móvil, una libreta para
hacer anotaciones, algo de dinero, toda la documentación necesaria para andar
por esta ciudad y como no, algunos amuletos que me bendijo una anciana cubana
experta en vudú. Siempre hay que ser precavidos, no se sabe que puedes
encontrarte en casas “embrujadas”.
Voy equipada con ropa ligera, pues por lo que he
visto en las noticias, esta área de EEUU, sobre todo la más cercana a New York,
sufrirá temperaturas cercanas a los 40ºC. De donde yo vengo, un pueblecito de
Andalucía, cerca de Córdoba, estamos acostumbrados a pasar calor, pero aquí,
con un grado de humedad tan grande, es realmente insoportable. Y no quiero
imaginarme durante el día, porque durante la noche pude comprobar esa sensación
asfixiante nada más bajar del avión.
Retomando donde estábamos, estoy saliendo del hotel
con mi mochila a cuestas, unas zapatillas de deporte cómodas, unos pantalones
cortos y una blusa color blanco de algodón, pero muy ligera y fresca. Me acerco
a la parada de taxis y levanto la mano para llamar la atención de algún
conductor. Cuando consigo un taxista, le indico que me lleve a una zona
residencial, famosa por una casa antigua donde se dice que han sucedido “hechos
paranormales”. Lo que no había pensado es la distancia entre el lugar donde me
hospedo y el barrio residencial, ¡me va a salir por un pico el trayecto! Bueno,
bien pensado, lo anoto en la cuenta del periódico. La sorpresa que se va a
llevar mi jefe – doy una carcajada mientras estoy en el taxi, provocando la
mirada escrutiñadora del conductor, que una vez concluyo con mi episodio de
loca riéndome a carcajadas, continúa mirando a la carretera-.
Por fin llegamos al lugar indicado, es el típico
barrio residencial donde todo es precioso, unas casas enormes, con frondosos
jardines, con niños jugando con sus mascotas y con padres de familia paseando
por la zona. Sin embargo, cuando llego a la casa indicada, el taxi para justo
delante y después de pagar la cuenta, me bajo y al poner un pie en la acera de
aquella residencia, siento un escalofrío que me recorre todo el cuerpo.
De nuevo esta sensación, nunca terminaré de
acostumbrarme. Tranquila Sofía, es tu trabajo, así que con toda la valentía que
puedo acumular en cada paso, me dirijo a la entrada de aquella casa, donde
había quedado con un señor que tenía las llaves de aquel lugar, un promotor de
una inmobiliaria, deseoso por vender la propiedad pero que con un dinerillo
extra, ya sabéis, es capaz de enseñar la casa a todo aquel que tenga curiosidad
por escuchar las historias que allí sucedieron.
Tras esperar unos diez minutos, por fin llega el
susodicho promotor. Es un hombre de unos treinta y poco años, con pelo
engominado, con un traje de chaqueta color azul oscuro, camisa blanca y corbata
a juego de rayas diagonales. Zapatos relucientes como su rostro, más liso que
el mío propio. ¡Estos hombres neoyorquinos, más coquetos que las mujeres!
Después de las presentaciones oportunas y el diálogo de cortesía, nos dirigimos
a la entrada. Abre la puerta, y sale una brisa fría de aquella casa. Por fin,
estoy en esta casa, el motivo por el que estoy aquí. Allá vamos.
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