martes, 20 de mayo de 2014

El Laberinto Sin Camino



I


Increíble, puedo verlo, sentirlo, es como si estuviera allí. Marte, ese planeta tan cercano a nosotros, al que ya han ido los estadounidenses a investigar, como si esperasen encontrar un marcianito con una bandeja con pastelitos a darles la bienvenida. Pero espera, céntrate Sofía, que vas de camino a Marte. Sí, aunque os parezca imposible, estamos en el 2050 y ya se puede viajar, por placer, a Marte. Os preguntaréis por qué os especifico la fecha, porque estoy convencida que igual que podemos viajar a otros planetas, algún día alguien leerá esto y sí, como en Regreso al Futuro, quiero adelantar qué cosas sucederán.


Ay, esperad, ya estoy notando las vibraciones y creo que comenzamos a aterrizar. Con tristeza, ay, espera… qué pasa…


Poco a poco, abro los ojos ligeramente, y me doy cuenta que estoy en el avión. Sí, para mi desilusión, todo ha sido un sueño. Me cachis, con lo interesante que se veía esa historia –pienso mientras muevo la cabeza con frustración-. Creo que debería anotar esas ideas, nunca se sabe si me servirán para futuras historias –murmullo entre dientes mientras la azafata me indica que me ponga el cinturón de seguridad pues ya vamos a aterrizar-.

Esperad, que maleducada, no me he presentado. Mi nombre es Sofía González, periodista desde que tengo uso de razón (siempre me interesó todo aquello que tuviera que descubrirse y como no, darle ese toque extravagante para atraer a los demás) y estoy en un avión, directo a los EEUU por motivos de trabajo. Quiero añadir que, soy una fanática de las historias fantásticas y mientras más intrigante sea la situación que rodea a los hechos, más me fascinan. Pero en este caso, me encuentro aquí porque a mi jefe se le ha ocurrido la brillante idea de que me traslade a los EEUU a buscar una mina de oro, que traducido a su lenguaje es encontrar historias y hechos paranormales. Sí, no os conté, que trabajo, para una revista local, sobre hechos paranormales.

Sinceramente, creo que debería dedicarme a escribir novelas de fantasía o de mundos extraños, supongo que no tendría que viajar tanto ni me mirarían tan raro cuando digo a qué me dedico, pero…. 


-        ¿Qué estás diciendo Sofía? – levanto la voz, esta vez, provocando la mirada furiosa de mi compañero de viaje, un anciano con cara de pocos amigos (imagino que estar más de 10 horas en un avión no debe ser motivo de alegría para una persona que tiene problemas de circulación, habré visto al pobre levantarse por lo menos veinte veces en todo el trayecto).


Volviendo a la realidad, salgo de mis pensamientos, rezo dos Padres Nuestros mientras aterrizamos, y cuando veo que estamos en tierra, suspiro y me levanto para salir del avión e ir por las maletas. 


Una vez he solventado todos los pormenores de papeleo del Aeropuerto en New York, me dirijo a la estación de taxis para que me lleven al hotel. Estoy agotada y es de madrugada, tomaré algo antes de dormir y mañana será otro día. Realmente esto de los aviones es agotador.

**



Está amaneciendo y aún con los ojos entrecerrados puedo escuchar el ruido proveniente de la calle. Realmente Justo Pérez, mi jefe, podría haber sido un poco más espléndido en el hotel que ha elegido para que me hospede. Sinceramente no sé cuánto le habrá salido la estancia, pero no ha podido ser más incómoda. Seguramente no entendáis nada, así que os contaré todo desde el principio. 


Cuando anoche el taxi me dejó delante del hotel en el barrio de West Bronx, separado del área de Manhattan, pensé que era una broma. No podía creérmelo, mi jefe pretenderá que yo pueda concentrarme en un lugar así. Y solo era la impresión desde afuera, no quería ni imaginar cómo sería por dentro. Era un lugar mediocre, la fachada del hotel ya de por sí necesitaba una buena mano de pintura, por no decir del cartel donde se vislumbraba a duras penas HOTEL. No os digo como se llama el hotel porque no se veía, así de simple. Cuando entré en el hall de aquel lugar, si se puede llamar así, me atendió un hombre de unos cuarenta y pocos años, muy pulcro eso sí, pero creo que era de un lugar de Egipto y su inglés no es que fuese inexistente, pero casi; y de español ya ni hablemos, así que como os imaginaréis fue un poco complicado entendernos. 


-          Me pregunto cómo harán para entenderse con los demás clientes, porque sin dominio del inglés es complicado en New York, en serio, ¡¿¿Justo, en qué estabas pensando al mandarme a un lugar así??! Al menos, espero que haya alguien que hable algo mejor, porque si no, creo que buscaré otro lugar y que lo pague el periódico; total estoy haciendo un servicio por el beneficio de la empresa –sonrío con malicia-. 


Prosigo, porque cómo habréis comprobado tengo más cuerda que una persiana y cuando empiezo a hablar, no paro. Así que, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, por el hotel y su “fantástica habitación”. Como decía, la primera impresión no fue precisamente buena, porque el hecho de no poder comunicarte apenas por el servicio del lugar donde te hospedas, no es algo agradable ni mucho menos cómodo. No obstante, continúo. De una pequeña habitación al lado de recepción, apareció una pequeña mujer, de unos cincuenta años con el pelo canoso, algo más desaliñada que el recepcionista, pero al menos con un inglés decente, lo que me resultó esperanzador ya que podría tener una conversación entendible en el caso que fuera necesario. La seguí, como me indicó con un gesto, y con maleta en mano, subí los dos pisos de escaleras que tenía. Cuando pensé que no llegaría viva a la habitación, aquella mujer me indicó que mi habitación se encontraba al final del pasillo de esa planta. 


-          ¡Vi la luz!,  aunque suene paradójico y muy conveniente, proviniendo de una periodista de “sucesos paranormales”, pero fue así. Es como si os calzáis zapatos dos números inferiores al vuestro, el hecho de descalzaros es gratificante hasta un punto que ni imagináis. Pues eso me ocurrió cuando entré en la habitación, y pude soltar la maleta encima de la cama.


Pero mi andadura no terminó ahí, como no había comido nada y eran las 2 a.m. hora local, como de hecho podéis pensar, tenía el estómago difícil de domar, así que le pedí amablemente a aquella mujer, si podría traerme algo de comer, aunque fuese una simple tostada. Me dijo que aquellas no eran horas de comer, pero como vislumbró mi cara de perrito apaleado, que suelo usar cuando quiero conseguir algo, al final cedió y mi estómago se lo agradeció enormemente.


Una vez cené algo, me puse a pasear por aquella habitación, que no era mucho mejor que la fachada de aquel hotel. Al menos tenía un baño propio, pero no resultaba muy higiénico y mucho menos beneficioso para la publicidad del hotel, ver manchas en ciertas partes de la ducha, así que como soy previsora, y conozco a Don Justo Pérez, traje unas zapatillas de playa y me duché en la bañera con ellas puestas. Nunca se sabe que puedes pillar en ciertos sitios.


Como dije, el baño era aceptable desde un nivel mediocre, pero la habitación no era gran cosa. Tenía papel pintado en las paredes, con unas flores grandes y casi sin color, de lo viejo que era el lugar, un aire muy típico a la casa de las abuelas con ese toque inglés. Una cama que si me descuidaba me caería por cualquiera de los lados de lo diminuta que era, pero parecía que las sábanas estaban limpias. Un alivio sinceramente.


En una esquina de la habitación, había un pequeño mueble o armario donde acomodé mis cosas personales, después de haber investigado con ahínco que no hubiera bichos indeseables. Y tras todo esto, me dispuse a dormir o al menos intentarlo. Sin embargo, cuando me acomodé y tomé una postura que pensé cómoda, empezó la segunda tanda de inconvenientes. El ruido. Era increíble como aún en las afueras de Manhattan, pudiese escucharse tanto ruido de vehículos y lugares de ocio, ¡pensaba que me volvería loca!


Pero aquí estamos, son las 6 a.m. y aunque no os lo creáis, pude dormir. ¡Bravo! Un aplauso para mis neuronas, que son capaces de dormir en los lugares más insospechados. No obstante, cuatro horas no sé si se considera dormir, pero al menos pude descansar y estirar el cuerpo de todo el trayecto del avión, casi siempre sentada.


-          Y como dicen los neoyorquinos, ¡a levantarse que es hora de trabajar!


Una vez he desayunado y he sido amable con los anfitriones del lugar, guardo bajo candado todas las cosas personales que puse en el armario de la habitación, y lo que voy a usar en mi trabajo de investigación lo pongo en una mochila. Ahí van: el móvil, una libreta para hacer anotaciones, algo de dinero, toda la documentación necesaria para andar por esta ciudad y como no, algunos amuletos que me bendijo una anciana cubana experta en vudú. Siempre hay que ser precavidos, no se sabe que puedes encontrarte en casas “embrujadas”.


Voy equipada con ropa ligera, pues por lo que he visto en las noticias, esta área de EEUU, sobre todo la más cercana a New York, sufrirá temperaturas cercanas a los 40ºC. De donde yo vengo, un pueblecito de Andalucía, cerca de Córdoba, estamos acostumbrados a pasar calor, pero aquí, con un grado de humedad tan grande, es realmente insoportable. Y no quiero imaginarme durante el día, porque durante la noche pude comprobar esa sensación asfixiante nada más bajar del avión.


Retomando donde estábamos, estoy saliendo del hotel con mi mochila a cuestas, unas zapatillas de deporte cómodas, unos pantalones cortos y una blusa color blanco de algodón, pero muy ligera y fresca. Me acerco a la parada de taxis y levanto la mano para llamar la atención de algún conductor. Cuando consigo un taxista, le indico que me lleve a una zona residencial, famosa por una casa antigua donde se dice que han sucedido “hechos paranormales”. Lo que no había pensado es la distancia entre el lugar donde me hospedo y el barrio residencial, ¡me va a salir por un pico el trayecto! Bueno, bien pensado, lo anoto en la cuenta del periódico. La sorpresa que se va a llevar mi jefe – doy una carcajada mientras estoy en el taxi, provocando la mirada escrutiñadora del conductor, que una vez concluyo con mi episodio de loca riéndome a carcajadas, continúa mirando a la carretera-.


Por fin llegamos al lugar indicado, es el típico barrio residencial donde todo es precioso, unas casas enormes, con frondosos jardines, con niños jugando con sus mascotas y con padres de familia paseando por la zona. Sin embargo, cuando llego a la casa indicada, el taxi para justo delante y después de pagar la cuenta, me bajo y al poner un pie en la acera de aquella residencia, siento un escalofrío que me recorre todo el cuerpo.


De nuevo esta sensación, nunca terminaré de acostumbrarme. Tranquila Sofía, es tu trabajo, así que con toda la valentía que puedo acumular en cada paso, me dirijo a la entrada de aquella casa, donde había quedado con un señor que tenía las llaves de aquel lugar, un promotor de una inmobiliaria, deseoso por vender la propiedad pero que con un dinerillo extra, ya sabéis, es capaz de enseñar la casa a todo aquel que tenga curiosidad por escuchar las historias que allí sucedieron.


Tras esperar unos diez minutos, por fin llega el susodicho promotor. Es un hombre de unos treinta y poco años, con pelo engominado, con un traje de chaqueta color azul oscuro, camisa blanca y corbata a juego de rayas diagonales. Zapatos relucientes como su rostro, más liso que el mío propio. ¡Estos hombres neoyorquinos, más coquetos que las mujeres! Después de las presentaciones oportunas y el diálogo de cortesía, nos dirigimos a la entrada. Abre la puerta, y sale una brisa fría de aquella casa. Por fin, estoy en esta casa, el motivo por el que estoy aquí. Allá vamos.

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